La ciudad escupía su luz rancia mientras era cabalgada por enormes jinetes de metal. El silencio no existía detrás de ninguna esquina. Y yo mientras paseaba pensando como puede esconderse tanta soledad detrás de tanto ruido. La ciudad volvía a ser ese horno incinerador de almas. Esa catedral donde las almas apáticas iban a rezar para seguir compadeciéndose de si mismas. Y en el día que Marte andaba cerca todas las guerras seguían perdidas. Hasta dentro de 60.000 años no volveríamos a ver a nuestro vecino rojo igual de cerca que hoy. Y mientras ignorantes como hormigas holgazanas seguíamos ocupados odiando la ciudad y sin tiempo para adorar las verdaderas maravillas.